(Te la vuelvo a mandar porque la anterior se me fue sin audio y esta vez me había quedado muy bonito 🥹)
Desde que tengo memoria, mi papá dice que los de la foto somos él y yo.
Más bien, fuimos él y yo cuando nací.
Lo cual por supuesto no es cierto y tampoco recuerdo si alguna vez, de muy pequeña, realmente le creí. (Ya quisiera haber heredado esas clavículas)
Lo que sí recuerdo es que él me decía que compró esa litografía cuando yo nací para inmortalizar el momento. Era, creo yo, la emoción de volverse padre por primera vez desbordándose y buscando un cuenco material en donde recoger todo ese desborde para lucirlo y admirarlo.
Porque es más fácil asimilar las emociones complejas y pletóricas cuando las vemos en alguien más, afuera, sobre todo si es un cuadro.
Es más fácil enfocarse solo en la belleza de ser padre en una foto, que en la experiencia personal primeriza llena de matices.
No recuerdo si la historia es que lo compró cuando yo nací o cuando supo que yo nacería.
La verdad es que suena un poco improbable que yo acabara de nacer y él saliera corriendo a comprar una litografía el mero día, lo sé. Pero tampoco me sorprendería de él.
De hecho, tampoco sé si esta historia es del todo real.
Si de verdad así fue como llegó esta litografía a nuestras vidas, o si fue mera coincidencia que él aprovechó para cargarla de sentido.
Nunca he querido preguntárselo en serio, porque la verdad es que me gusta ser dueña y protagonista de esa historia.
Ese vínculo especial entre él y yo inmortalizado de la manera más hermosa.
Pensar que tanta ilusión le hacía volverse mi padre y el mundo que quería construirme con sus propias manos para guiarme a través de él.
Pensar que para él realmente esos éramos nosotros.
Pensar que aunque pase el tiempo y nosotros nos hagamos viejos, esta siempre será nuestra representación: inmortales, jóvenes, dichosos.
Veo ese cuadro y dimensiono que tiene 35 años a mi lado. Él también. Aunque se siente como toda una vida y más que eso. Se siente como un pacto de antaño, una correspondencia, algo de lo que nunca podríamos escapar.
La veo a un lado de mi cama siempre y la pienso como uno de mis tesoros más preciados.
Hoy que tomo una foto de este cuadro para enseñártela, me percato por primera vez de que es —podría decirse— la mitad de mí, porque me llega justo a la altura del ombligo. A la mitad de mi cuerpo.
Y para mí, esa dimensión se vuelve una señal mágica de que es así para recordarme que de ahí vengo y ahí vuelvo. Al centro. Sin importar el camino o el destino.
También me doy cuenta del paralelismo de que al cuadro tengo que cargarlo con las dos manos, porque no es posible asirlo a medias o con una mano. Igual que a mi padre. Con él es todo o nada.
Y la verdad es que siempre ha sido todo.
Siempre nos hemos tomado de las dos manos incondicionalmente.
A pesar de nuestras ideas tan opuestas que colisionan y empatan por igual.
La vida me ha enseñado a través de él cuan diferentes y símiles pueden ser dos personas, simultáneamente y en la misma medida.
Somos caos y proporción al mismo tiempo.
Somos dos caras completamente opuestas de una misma moneda, lo cual genera muchos puntos ciegos también, lo sé.
Hay tanto de él en mí, por mucho que yo no quisiera. No por rechazo, sino por el afán de diferenciación.
No sé qué tanto hay de mí en él, pero espero que con el tiempo sea mucho.
Que no solo haya sido él el que ha moldeado mi vida, sino yo también la suya.
Que si nuestras vidas se extinguen y nos volviéramos a encontrar en otros universos, nuestros ojos y corazones se reconocieran.
Que nuestras manos y pies hechos del mismo molde fueran la señal.
Hemos pasado por tanto juntos y por separado. Hemos sido pólvora y a veces también mercurio que nunca termina de fundirse.
Pero hoy me gusta en donde estamos.
El lunes pasado cumplió 66 años.
Y después de 35 años de ensayos, hemos encontrado la fórmula de la tregua dictada hace tanto tiempo por Benito Juárez: «el respeto al derecho ajeno es la paz».
Entendemos mutuamente de la otredad: el cariño a la otra persona no está supeditada a lo que tú esperas de ella.
Entendemos que nunca podremos ser enteramente lo que el otro quiere o espera que seas.
Y hemos aprendido a admirar con paciencia eso que nos hace diferentes. A respetarlo.
Mientras disfrutamos de nuestras similitudes como amalgama que nos une.
Sé que todo esto suena cliché, pero es una realidad que ahora reímos más, bromeamos más, nos sentimos seguros estando juntos.
Yo he dejado de tensar tanto el cuerpo cuando estoy con él.
Él ha aprendido de la importancia de los silencios y la observación al detalle cuando está conmigo.
Hemos aprendido a comunicarnos y a hacer uso de la sinceridad como la carta más seria e intocable que podemos jugar.
Hace poco, le conté que a veces platico con mis amigas de que hay que hacer las paces con la idea de que los papás a veces no son lo que esperábamos y no nos pueden dar lo que quisiéramos. Otras veces es que no sabemos pedirlo. Porque hay mucha historia, emociones y heridas supurantes en el medio.
Él me miró fija y seriamente y me dijo:
— China, ¿qué quieres de mí? ¿qué necesitas? dímelo y te prometo que haré mi mejor esfuerzo para dártelo.
Había tanta sinceridad, rendición y humildad en su voz, como pocas veces lo he visto.
Siempre creí que podría pedirle más, querer más, querer diferente.
Pero cuando me miró y me lanzó esa pregunta, me quedé en blanco. No hubo una sola cosa que valiera la pena pedirle o cambiar.
Ahí me quedé pensando si de verdad es urgente cambiarlo o más bien, es urgente que lo acepte y reconozca por quien es.
Mira que ha habido un largo trecho y avance, tanto, que de más chica y en tono de burla retadora me decía:
— Si no te gusta cómo soy, no hay pedo, búscate otro papá a ver si es cierto, mira que allá afuera no vas a encontrar otro como yo.
Y sí, tenía razón.
No voy a encontrar a otro como él. Pero tampoco lo necesito, porque ya lo tengo a él.
Y vaya que hemos crecido y madurado juntos. Por suerte los años nos han vuelto más humildes y sencillos.
Yo dejé de estar a la defensiva con él todo el tiempo. Él dejó de intentar siempre tener la razón.
Hemos entendido que siempre hay algo que podemos aprender del otro.
Y aunque victimizándose diga que todo el tiempo lo regaño mucho, disfrutamos —casi— cada momento que pasamos juntos.
Así que solo le pido a la vida que el tiempo que nos quede vaya a mejor.
Y a propósito de esto, y como tu amiga escritora soy… te cuento que en el taller de poesía en el que estoy me pidieron que escribiera un poema en el que partiera de una escritura desbordada. O sea, tener una idea inicial y dejar que el texto se desplazara hacia donde quisiera y se anclara en imágenes que lo pudieran volver más complejo, que lo ayuden a salir del lugar común, aun si eso incluye sacrificar el tema inicial que tenía en mente. Es parte del proceso de obedecer a lo que el poema te pide mientras lo concibes. Es dejar de ser tú la protagonista y dejar que el poema te guíe.
Y yo no sabía de qué escribir, pero una noche mientras pelaba chayotes, pensé en qué haré el día en que mi papá se muera y en ese momento solté los chayotes, me enjuagué las manos y empecé a escribir el primer borrador de la idea.
En ese primer momento de la idea, la emoción te atraviesa por completo y lógicamente lo que escribes a partir de ahí es un vómito de emociones; así que hice eso: vomité toda esa emoción en la hoja y esperé a regresar días después a ella, para así poder usarla como materia prima para un poema. En donde ya pudiera priorizar la técnica y lo estilístico, relegando la emoción en primera persona, que ya no fuera esa emoción la protagonista, poder escribir desde otro lugar.
El resultado fue este poema que aún está pendiente del Vo.Bo. de mi maestro.
Me cuentas qué tal te parece a ti:
Autómata cocinera
Estoy parada frente a la tarja, pelando chayotes con la vista perdida como autómata cocinera pensando en que no quiero pensar en el día en que mi padre se muera pero miento sí lo pienso me persigue la frase: «memorizar cosas que todavía no han sucedido es un poco hacerlas suceder» como creyendo que mi mente es tan fuerte y mi voz tan potente la idea se hace nudo y se amontona en la boca ambos hemos sido cuna ambos hemos sido faro ambos hemos sido fuente mientras la saliva del chayote se pega a mí capa transparente tal vez cuando muera lo llevaré pegado también —como esta textura de aquí— traslúcidamente en las manos ¿extrañaré el orín en el piso? me distraigo con los chayotes cuido el agua que los mece no se vaya a desbordar y si un día se fuera y no regresara más y quedara una gota de orín suyo en el piso ¿la dejaría ahí? la dejaría ahí idolatrar y velar un resto de fluido como un altar insalubre un extrañamiento insano ¿no son todos los extrañamientos un poco insanos?
Este es el sexto destilado de la idea original, o sea la sexta versión… y aun siento que podría mejorar.
Espero que te haya gustado esta postal tan personal.
Te mando abrazo
-M.