Ayer me di cuenta de que últimamente pienso más y escribo menos.
O mejor dicho, pienso más antes de escribir. Mucho más, tanto, que he escrito muy poco.
Y creo que esto viene como efecto de estar observando todo lo que sucede desde un registro más poético. Algo así como a través de las reglas de la poética (si es que esto existe).
Todo lo que estoy aprendiendo, todos los eventos y talleres a los que he ido, giran alrededor de la poesía y me la paso leyendo la misma. Tratando de entenderla, descubrir sus trucos, encontrar el estilo en el cual hacer un pequeño nido temporal.
Lo paradójico es que entre más aprendo y descubro de ella, más me impone y menos me atrevo a escribirla, aunque me encantaría.
Escribo menos porque me da miedo que mi texto termine repleto de lugares comunes.
A veces me ha dado miedo no tener algo importante o inteligente para decir.
Entre más aprecio el tejido fino de la poesía, más me cuestiono si lo que escribo solo se queda en la superficie (muchas veces siento que así es) y si seré capaz de llevarlo a mayor profundidad.
Las últimas lecciones aprendidas sobre poesía y que además de enseñarme humildad y contemplación, también me han intimidado un poco:
Aprende a refrenar la emoción: que la emoción no aparezca desbordante en el poema, evita el exceso, evita caer en el patetismo. Nadie quiere leer eso.
Sal a buscar el deseo de quien lee: que el poema provoque ALGO. Que el lector no te lea e inmediatamente se pregunte: ¿Y qué pretendes que haga yo con esto? ¿Y a mí qué?
Buscar la empatía del lector solo vuelve al poema caduco. Una vez que el lector ya no se sienta como tú cuando escribiste el poema, tu poema dejará de gustarle o provocarle algo.
En el poema la atención no gira alrededor de ti escritora. Aprende a despegarte y tener dos voces: la voz de quien escribe y la voz de quien protagoniza el poema.
No pretendas ni por un momento aleccionar al lector o ser una especie de profeta. A nadie le interesa.
Cuando el poema te lo pida, ábrete, hazte a un lado y suelta sin resistencia la idea inicial para que entren otros elementos no previstos y déjalos correr. Muévete en el imprevisto, hónralo.
No uses la escritura de un poema como el acto vomitivo de desahogar una emoción. Vive la emoción y luego regresa a ella y extrae solo lo estético.
Pero sobre todo, la máxima que se tatuó en mi cerebro por mucho ha sido:
La poesía tiene que incomodar, a ti que escribes, a aquel que lee.
Incomodar para cambiarte.
Porque si no, ¿para qué escribiría? ¿Para juntar moneditas de complacencia? No gracias.
Tal vez no te cambie radicalmente, pero puede cambiar minusculamente una percepción fugaz. Algo ya no vuelve a ser igual después de pasar un objeto ordinario por el tamiz estético de un poeta.
Entonces pienso en si la vida tendría que ser igual que la poesía: incomodarte para cambiarte. Cambiarte para bien, con suerte.
Noto cómo permea en mi vida la poesía y su manera de ver la vida.
Quiero que esa manera de ver el mundo a través de un filtro poético se vuelva perspectiva recurrente en mí.
Como si la visión poética se acomodara en el rabillo de mi ojo y desde ahí me enseñara a ver lo del diario de maneras mucho más sugestivas.
Respetar esta idea y visión me ha hecho, últimamente, aprender y ver desde un lugar diferente.
Aprender en calma, desde la inacción. Estarme quieta para dejar que la lección permeé a través de mi cuerpo físico y no a través de la lógica y el sobre pensar algo hasta agotarlo.
Creo haberme acomodado en un espacio en donde lo minúsculo es más atractivo que lo grandilocuente y ambicioso.
Tratando que lo más simple sea lo que estimule en mayor medida el músculo estético de la percepción.
Es hacer un cambio de visión, de perspectiva.
Es poner atención.
Es guardar silencio.
Es escuchar en vez de pensar.
He empezado a practicar conscientemente en momentos del día solo enfocarme en todos los sonidos simultáneos que suceden y me rodean, y he descubierto que con esto mi mente se calla. Algo verdaderamente inaudito que me ha sido útil para estar presente.
Creo que internamente se está reconfigurando mi manera de ver y percibir el mundo. Lo cual no es poca cosa. Y en el proceso, escribir ha dejado de ser el acto vomitivo de desahogo y se ha convertido en un espacio de solo condensar lo que sobrevive a una serie de expediciones previas.
Leo más, veo más, escucho más, a veces pienso también más. Escribo menos.
En realidad eso no me molesta. Solo lo noto.
Creo que es una dicha y un privilegio poder hacer esto. Con todo lo que requiere, implica y demanda. Con todo lo que necesita estar acomodado para que pueda suceder.
Y como lo sé, vivo agradeciéndolo.
Y disfrutándolo.
¿Cuánto dure este estado?
No lo sé.
¿Cuándo llegaré a escribir poesía bajo todas estas premisas?
No lo sé.
Todo toma el tiempo que deba tomar.
Y para reafirmar esto, aquí te dejo un poema de Mary Oliver que da cuenta y resume todo lo que te conté:
¿Quién dijo?
Algo susurró algo
que no era ni siquiera una palabra.
Se parecía más a un silencio
o a un misterio, a punto de abrirse.
Yo estaba parada
al borde del estanque.
Nada vivo, lo que se dice vivo
estaba a la vista.
Y sin embargo, la voz me atravesó
mi cuerpo entero
con tanta felicidad.
Y no había nada alrededor
excepto el agua, el cielo, la hierba.
Nos leemos pronto.
-M.