
Estoy tomando un curso de poesía y en él, como detonante de escritura, se nos pidió que observáramos nuestro reflejo en el espejo:
¿Qué huellas percibes? ¿Qué recuerdos te vienen? ¿Qué sientes? ¿Qué flota? ¿Qué se revela ante ti? Cuando se miran fijamente el reflejo y tú.
La intención detrás de esto, es percibirnos como seres atravesados por todo cuanto nos rodea.
Pasado y presente. Nosotros y los otros. El mundo interior en danza con el mundo exterior.
Una danza caótica que va dejando a su paso una huella en nuestra mente, en nuestra propia y muy personal percepción de la realidad. Más que de la realidad, una idea de dónde nos encontramos parados en esa “realidad” —que dicho sea de paso, creo que es todo menos real y absoluta; es completamente subjetiva—.
Es un tema de identidad, de identificación, más que de realidad.
—¿Qué identificas cuando te ves en el espejo?— me pregunto a mí misma.
Es algo a lo que sigo dándole vueltas desde hace tres semanas.
En ese reflejo encuentro tantas cosas de otros y pocas cosas realmente mías.
Ya ni sé qué es realmente mío.
Les contaba en el curso a mis compañeres que, por primera vez, me hice consciente de varias manías y tránsitos muy curiosos que se dan cuando me veo al espejo.
Por ejemplo, me di cuenta de que nunca me veo primero directamente a los ojos. Mi vista se posa directa y puntillosamente en los accidentes conocidos, todo eso que queda fuera de la norma. Se escruta lo irregular como en un control de calidad.
Después del extenuante escrutinio, me veo largo y tendido a los ojos. De verdad es como sumergirme para siempre toparme con una mirada muy profunda y cautivadora. Que entre más la miro, más se agudiza. Me reta y me hipnotiza en la misma medida.
Pero tengo la sensación, casi la certeza, de que esa no es la mirada con la que me muevo en el mundo diariamente. Creo que la mirada que me dirijo a mí —una vez que atravesamos la cuneta del juicio— es una mirada muy profunda, penetrante, analítica, llena de una curiosidad que no se mide, no tiene filtros para examinar y cuestionar.
Estoy segura de que a los demás no me atrevo a mirarles así. Por tanto, imagino que mi mirada del diario definitivamente debe de ser mucho más suave que la que se me presenta en el espejo.
Me pregunto: ¿alguna vez alguien que no sea yo recibe sin querer de mis ojos este tipo de miradas contundentes? ¿Hay alguien allá afuera que fugazmente haya sentido este efecto atravesador que me provoco yo a mí misma?
Después de pensarme varias veces frente al espejo, no puedo despegarme de esta idea de la percepción afectada, por mí y por otrxs.
Somos seres afectados y seres que afectan, dice Daniela Catrileo. Y pasamos horas guiadxs por ella en una expedición de escritores y filósofos que nos ayudan a profundizar en la implicancia de esto en nuestra escritura, en nuestra manera de percibir el mundo.
Sobre todo, en la manera de pararnos en el mundo y observarlo.
Esta premisa se me queda pegada en el pensamiento como un hilo de miel colgando de una cuchara. Se siente cómo no para de gotear nunca. Si lo tocas, vas a embarrarlo todo. Es mejor dejar que ese hilo se extinga por sí solo.
Pasan los días, escribo el poema, lo platicamos en clase. Interesante conocer las perspectivas de personas tan diferentes entre sí.
La miel sigue goteando aún, me muevo por la calle en mis días pensando en cómo me ve la gente, qué perciben cuando me miran. ¿Percibirán mínimamente lo que yo alcanzo a ver en el espejo?
Me doy cuenta de que cuando me sé observada nunca sé qué hacer con mi gesto.
¡Qué cosa tan rara eso de no saber qué hacer con tu propia cara! Hacerte consciente de que cargas algo como un peso y no saber dónde o cómo acomodarlo.
Tal vez la necesidad de acomodarlo venga de la idea precursora de que hay algo mal puesto, que debe reacomodarse para no resultar incómodo.
¿Qué dice eso de mí? ¿Un exceso de consciencia, una falta de confianza, una paranoia tal vez?
¿En serio la mirada que encuentro tan desafiante en el espejo es la que va penetrando a todo el que se cruza frente a mí?
Si es así, una disculpa a todxs. O no.
El poema, después de varios intentos, queda algo así en su primera versión:
Sé que no se mira a los demás como se acecha a una No se puede ir tan allá en tierra ajena desprovista de mapa Busco identidad. Solo encuentro materia Encuentro melaza cristalizada en mis almendras y si se desborda va a embarrarlo todo Materia tensa. Mirada que busca Extiendo el brazo y la distancia se duplica: estoy el doble de lejos de lo que creí estar Busca y se posa en accidentes y marcas ¿Por qué la ribera de mi cuerpo siempre quiere corregir el cause ante el reflejo? Marcas de historias. Mirada arqueológica Encuentro la línea alba y me pregunto si algún día será línea guía para una porción de mí No hay vergüenza. Tampoco temor en lo profundo Cansa no saber qué hacer con la cara y no saber dónde acomodar el gesto observado Se teje juicio. En lugar de raíces Las espirales de mi cabello son casi el número de vueltas que da una idea en mi cabeza El cuerpo siempre representa lo que habita en ella ¿Qué tan largo tendría que ser un rizo para que, al desenredarlo, diera con esa ancestra? Aquella que me cuente la historia para desenredar el problema.
La idea dejó de ser un hilo de miel pegajoso para, poco a poco, volverse un polvo minúsculo que encuentro en muchas de mis superficies. No se ve, pero sé que está ahí, tanto que a veces me hace estornudar.
Ayer, mientras cocinaba y alcancé a ver mi reflejo en el refrigerador, se me cruzó un pensamiento que consideré determinante en este debate mental conmigo misma:
Después de todo, yo NO SOY ESO que veo en el espejo. En realidad, SOY TODO lo que empiezo a ser una vez que dejo de ver mi reflejo, de preocuparme por él.
Y es que esto tiene que ser verdad. Al menos mi verdad.
Tan cierto como esta sensación de no encontrar en el espejo lo que sí siento que habita en mí, lo que creo que soy. Hasta que me topo con mi reflejo y me muestra otra cosa. Distorsión de la realidad. Desacuerdo de realidades. Historias irreconciliables.
Esta idea, en tanto que dramática, también es liberadora, porque me hace sentir la posibilidad de empezar a ser una vez que dejo de ver mi reflejo en el espejo y en los demás.
Por un momento me pregunto: ¿qué importa más entonces: lo que ves fugazmente en el espejo y detona otras cosas o lo que sientes cuando no te estás viendo en él? ¿Cuál de esas percepciones quieres que rija tu vida, que te acompañe a diario?
Como siempre, tengo más preguntas que respuestas.
Pero con eso también ya me he reconciliado.
Espero que este tránsito por las ondas y curvas que da mi cabeza, así como los rizos de mi cabeza, no te haya mareado tanto…
Mientras tanto, me quedo para mis adentros a manera de resumen y lección de vida:
Empezar a ser, una vez que dejo de ver.
Que tengas un lindo domingo.
-M.