Siempre que me voy, me cuesta trabajo regresar.
De donde sea que me vaya.
No soy de regreso fácil.
Muy diferente a cuando me van. Esa es otra historia.
Es sentir que debo una explicación de mi ausencia y no encontrar qué decir.
Una historia que tenga sentido no solo para mí y mi imaginario, mis miedos.
A veces no es que no sepa qué decir, a veces sí sé que no debo decir nada.
Otras veces es que no sé cómo hacerlo, por dónde empezar.
Y ese primer paso <para empezar, para regresar>, crece entre más lo postergo.
Crece con cada evasión, se alimenta de la desidia de iniciar.
Crece y se convierte en un monstruo furtivo, escurridizo.
Que cambia de forma, rostro e intensidad.
Es agudo, grave, vapor, arena, tierra y polvo.
Son voces y ahogamiento.
Es a ratos un agobio inmovilizante y otras un malestar fácil de ignorar.
Se esconde en lugares que parecen inofensivos de mi casa y de mi mente.
Que me susurra mis más grandes inseguridades al oído.
Que saca de proporción y realidad todo alrededor.
Que me hace sentir cada vez más pequeña y con menos fuerza para regresar, de donde sea que me fui.
Siempre que me voy, me cuesta trabajo regresar.
De donde sea que me vaya.
Sobre todo de mí.
Sobre todo cuando me voy de mí.
Lo irónico es que me voy de mí cada tanto.
Parece hasta cíclico.
Probablemente sea cíclico.
Parte de un ciclo interno, personal, propio, que no he terminado de entender, descifrar y volverlo realmente una danza innata.
Si lo entendiera ya no me sorprendería, ya no lo sufriría.
Lo abrazaría y probablemente hasta lo planearía.
Esta vez me fui porque aquí el aire se sentía más que viciado, porque ya no podía respirar mi mismo aire reciclado.
Porque un pensamiento se pegaba al anterior y este al siguiente, volviéndose una masa ininteligible.
Me fui porque se me secaron las ideas de un día a otro.
Porque empecé a sentir lejanos y ajenos los días en los que se me escurrían solas las palabras del pensamiento, de las manos. Días en los que parecía irreal la velocidad con la que mi mente creaba y generaba relatos.
Me fui porque de la noche a la mañana ya no estaba pudiendo ver la dicha y fortuna que me rodean todos los días, porque empecé a no notarlas e incluso a menospreciarlas.
Me fui porque empecé a sentir al pánico asomarse en cada gota de incertidumbre y al recordar que no tengo control sobre nada.
Porque se me olvidó que el espacio vacío y sin propósito también es necesario. Es prácticamente vital, pero yo me empeño en negarlo.
Porque empecé a sentir que algo estaba mal en mí.
Me fui sin saber qué quería o a dónde iba, solo como huida.
Un escape temporal, inofensivo. Una pausa muy breve.
De hecho, una huida que ni siquiera me había dado cuenta de que era huida hasta que ya había huido.
Y cada que me voy, me culpo, en vez de verlo como un ciclo necesario y natural;
así como el sol no puede brillar todo el día,
ni un helado puede mantenerse firme por mucho tiempo.
Nada maravilloso y extraordinario es permanente
más que la naturaleza, y aun en su belleza perenne habitan ciclos;
belleza que yo no he logrado encontrar en los propios.
Y cuando estoy en esa huida o cuando me voy presa del pánico,
se me olvida la magia de la vida y la intuición.
Se me olvida que nada está sucediendo porque sí.
Que aunque yo no sepa qué, hay algo mucho más grande que sí sabe y está gestándose sutilmente.
Se me olvida que en lo ordinario y simple hay sanación y renovación.
Que la apreciación por contraste solo es posible cuando se prueba otra cosa, cuando se yuxtaponen realidades, versiones y de pronto flota la maravilla de la normalidad y la monotonía.
Mi psicóloga me dijo:
Tu temporada de crear tal vez se convirtió ahora en una temporada de solo observar.
Vuélvete una observadora de tu alrededor en lugar de querer darle interpretación a todo.
Déjate observar y solo estar, la vida te está diciendo: calma.
Ella también me preguntó contundente:
¿No te has dado cuenta todavía que después de tus periodos creativos vienen periodos de cansancio y descanso? ¿No te has dado cuenta de que esos son realmente tus ciclos? ¿Y si en vez de resistirte los aceptas?
Y concluyó:
Tienes que recordar que al crear, te vacías. Y luego, ¿qué sigue? Toca pausar, descansar. ¿De qué? No sé, ni tú necesitas saberlo, solo escuchar al cuerpo que te pide calma. Y después de eso… solo observar, estar, dejar la vida pasar, para después poco a poco empezar a llenar una vez más. Y al llenar, podrás empezar a transformar nuevamente. Pero no puedes crear permanentemente, no eres una fuente inagotable. - me dijo.
¿O sí? Tal vez estoy viendo el acto de crear solo de una única manera y no estoy reconociendo el arte de crear de otras formas. En la calma, por ejemplo.
Mi autoexigencia me aleja de la vida de gozo y placer que podría vivir si tan solo la dejara desdoblarse frente a mí.
Lo sé. Sé que si me permitiera disfrutar sin culpa, estaría viviendo esta vida como si fuera otra más brillante.
Pero la ahuyento cada vez que me resisto, que pretendo controlar, adelantarme, planear y sobre pensar sin sentido.
Mi autoexigencia me está robando mi presente y mi gozo, y para ello, el único antídoto viable que vislumbro es la rendición.
La rendición ante el sinsentido, ante la contrariedad, ante la incongruencia, ante la incertidumbre, ante el miedo y ante la improvisación.
Todas esas cosas que como colectivo creemos malas y a las que les tengo miedo, pero que sospecho que mi libertad se encuentra justo ahí.
En esos tiempos que te cuento en los que se me escurren las palabras por todos lados, no exagero.
Tan se me escurren que a veces en la madrugada despierto para ir al baño y puedo notar frases que estaban construyéndose en sueños y que al despertar abruptamente, quedan suspendidas en un espacio liminal.
Puedo verlas, puedo escucharlas.
Son pensamientos liminales, en bruto. Y, por tanto, yo los atesoro como verdades absolutas, incluso como mensajes divinos, no están contaminados.
Hace un mes exacto, el 21 de mayo, me desperté en la madrugada con una frase a medio terminar que entre sueños pude escribir en mi celular.
Al despertar, no tenía ningún sentido, hasta hoy que la vuelvo a leer en mis notas:
Va avanzándose esta sombra
entre más
entre nosotros.
Está aquí y entre más se asoma y desaparece
partes de mí van floreciendo, renaciendo, descubriendo.
Hoy que la vuelvo a leer, creo que más que un pensamiento era una premonición. Más bien un aviso.
Una advertencia de que se venía nuevamente la sombra, pero que esa sombra solo llega con el fin de florecer, renacer, descubrir.
Así es la vida, un sinsentido que después cobra todo el sentido si sabes unir los puntos en retrospectiva.
A veces pienso que unir los puntos en retrospectiva es como un premio de consolación… o un premio, nada más.
Me fui unas semanas sin planearlo, sin pensarlo ni mucho menos pretenderlo.
Pero el contraste me ayudó y me colmó.
Mi mente se siente más en paz y me tienes otra vez de vuelta aquí contigo.
Te extrañé.
Aquí te dejo una foto de mi apreciación por contraste.
-Mafer